1. El casino

Andrés, he pensado que querrías saber esto: definitivamente cierran el hotel Admiral con el Casino y todo. Hablan de echarlo abajo, de dejarlo como edificio de apartamentos, solar, incluso de transformarlo en aparcamiento de varias plantas, todo son rumores. En cualquier caso es el fin del Admiral y del Casino, al menos tal y como los conocemos. Desde luego, todo quisque sabía que el hotel pasaba por dificultades económicas, decían que necesitaba mucha inversión. Pero la puntilla se la dio Arriaza. ¿Te acuerdas de Arriaza, el del sindicato? Llevaba meses apareciendo por allí, predicando la buena nueva al personal: que lo mejor que podía pasarles es que el hotel echase el cierre. Vamos, que mientras menos huéspedes hubiera, aunque fuese por la vía de tratarlos mal, antes vendrían la quiebra, el despido improcedente y, mejor aún, la prejubilación en condiciones ventajosas. Y que él haría todo lo posible para que se les reconociera el derecho a una paga. Que para eso llevaban mucho trabajado. Bueno, eso era cierto, al menos en el caso de Ángela, la cocinera, y de Emilia, la gobernanta, que entraron con 14 años y tienen ahora más de 60.

Mi padre, el pobre, estuvo semanas haciendo filigranas contables con don Dionisio para sacar al Admiral de este bache y sin embargo no hay perspectiva de vuelta atrás. Hace seis meses volvió a aparecer por allí Arriaza: al parecer, se había corrido la noticia de que el edificio se encontraba en mal estado, que las vigas presentaban desperfectos y las paredes grietas y que el edificio no era seguro ni para clientes ni para trabajadores. Finalmente, no se sabe cómo, empezó a circular la palabra “aluminosis·. Fue la última gota. Entraron en pánico y cancelaron las últimas pocas reservas, echaron el cierre y don Dionisio lo puso a la venta.

Sé que el hotel significó mucho para nosotros ¿Recuerdas los proyectos que teníamos para el edificio como trabajo de fin de carrera? Recuerdo cómo nos imaginábamos la placa puesta a un lado de la fachada. Algo así como: “Proyecto de restauración a su estado original por Felicidad Barreto y Andrés Martinez. ARQUITECTOS”, Bueno, no sólo volverlo a su estado original, queríamos, sobre todo, hacerlo rentable de una vez por todas.

A día de hoy todo son rumores, pero hay uno en particular que puede ser cierto: que la finca entera se vende a precio muy interesante.

De todas formas, algo huele a podrido porque han encargado la venta a una inmobiliaria y dudo que esta trabaje en plan precio testimonial. De hecho, llamé para preguntar y se niegan a darme una cifra por teléfono. He concertado la cita para el próximo sábado 17 de febrero 1994 a las 10 de la mañana. Yo apareceré poco más tarde y ya nos reunimos todos y si la cantidad que se baraja entra en nuestros cálculos, podríamos entonces echar un vistazo a la estructura, aunque esto último me gustaría hacerlo de todas formas.

Sé que estás muy ocupado y sé que prefieres carta a llamada telefónica y así dedicarle tiempo cuando estás ya tranquilo así que, por los viejos tiempos, cogí boli y papel, y fíjate que hacía tiempo que no escribía cartas, pero casi sin pensarlo me puse …”

La carta seguía unos cuantos párrafos más, interesándose por cómo le iba y a su vez comentando cuatro pinceladas sobre cómo le iba a ella. Lo de Andrés y Feli era un caso único de separación bien avenida, por desgracia poco frecuente. Tan llamativo que para Andrés sigue siendo una sorpresa cómo Leticia, su nueva novia, que de natural se lo toma todo a cachondeo y de todo saca unas risas, se pone rígida en cuanto aparece Feli en la conversación. Ahí no admite bromas.

Y está claro que la llegada de la carta tuvo ese efecto en Andrés, taciturno desde el momento que la recibió. ¿Para qué tenía que contarle nada a su novio?, ¿a quién le importa que derriben un edificio? Andrés mismo, por su trabajo, está acostumbrado a ver cómo viejos bloques de pisos son demolidos para hacer modernos y confortables lofts, studios, duplex, triplex, y áticos con terraza y piscina. Gentrificación es el nombre de la figura. Total que Leticia, haciendo de la amenaza una oportunidad, propuso a Andrés bajar al sur, en plan “enséñame el sitio donde viviste de chico, tu pueblo y así te conoceré un poco mejor.” Pero se le pasó por alto que allí también vivía su antigua novia.

Andrés recibió la sugerencia encantado. Dejó de estar taciturno y entre él y Leticia, organizaron la excursión a Sevilla, salvo, por cierto, la noche del sábado al domingo, que don Amadeo se empeñó en en pagar en cuanto supo que Andrés venía con su novia y que preferían pasarla en un hotel.

Por fin, Leticia sale del coche y consigue, a duras penas, que no se le note demasiado el cabreo por lo de Feli y culpa al frío de su mala cara.

  • ¡Deja que me ponga la chaqueta por lo menos! Ya te vale, me dijiste que en

Sevilla no hacía frío! Anda que… ponte tú la chaqueta también, que te vas a helar. Andrés y Leticia están finalmente juntos. Se cogen de la cintura mientras Andrés echa, después de tantos años, un vistazo al edificio que tiene ante sí. El hotel Admiral (y el casino, que ocupa buena parte de la planta baja) es un edificio señorial, de tres plantas, construido en los años 20, empleando ladrillo visto y con detalles que en su momento se enmarcaban en lo que más tarde dio en llamarse estilo regionalista. Fue uno de los primeros encargos de Aníbal González, aunque no mereció mucha atención. En aquellos años, el arquitecto carecía del prestigio obtenido por otros proyectos más tardíos en los que su fama y talento estaban más consolidados. No obstante su relativamente reducido tamaño, era considerado un edificio bonito, de proporciones equilibradas y que, además, daba a dos calles.

Por lo demás, el Admiral envejeció razonablemente bien. Hasta 1960, más o menos, cuando el hotel sufrió varios cambios de dueño, alguno que otro con poco escrúpulo arquitectónico. El último propietario, que lo es hasta el presente día, don Dionisio, ya se lo encontró con una capa (o dos en algunas zonas de la fachada) de mortero blanqueado por encima del ladrillo visto. Aunque el hotel nunca alcanzó mala nota en su reputación, como sí le ocurría al hotel Entrepinos, al lado de la estación, perdió sin embargo algo de la prestancia y consideración social de la que disfrutó en los años treinta. El momento en que los dueños lo bajaron de tres a dos estrellas y el botones dejó de vestir uniforme, marcó el punto de inflexión en el que el hotel ya nunca fue el mismo.

Andrés observa partes de la fachada donde el mortero coloreado se había desprendido y agrietado, dejando ver restos del anterior recubrimiento de la fachada: En un gris desvaído, a la manera de un palimpsesto, se ve claramente una C y una A mayúscula sobre un fondo de cal sucia. Había que ser torpe, piensa, para cubrir de cemento un edificio de ladrillo visto de Aníbal González. - A ver, déjame ver la foto, dice Leticia.

Andrés saca del bolsillo de la chaqueta el recorte en blanco y negro que le mandó Feli con la carta. Se trata de un pequeño reportaje de “ABC” sobre la desaparición de algunos establecimientos que, allá por los años cincuenta, alcanzaron cierta solera y notoriedad. Ciertamente, el Admiral era uno de ellos.

La foto del reportaje corresponde a los años sesenta, y es de una calidad tan mediana que los detalles que deberían poner en evidencia el paso del tiempo pasan casi desapercibidos a simple vista. La fachada con los carteles anunciando corridas de toros, algo que estaba a la orden del día en muchos establecimientos (y el Casino no era una excepción) es indistinguible del que hay en su lugar, sólo que ahora dice SE VENDE, y añade un número de teléfono. Y por supuesto, en la foto, bien pintado en la cal se ve el rótulo original completo y en todo su esplendor: “CASINO DEL HOTEL ADMIRAL ***

  • Me dijiste que trabajabas en un bar -dice Leticia

  • Bueno -responde él- era algo más que un bar, el hotel-casino era más cosas,

una institución, con sus sillones, sus libros… tenía más caché, lo bastante como para que los socios se dieran un poco de categoría. No todo el mundo podía pertenecer al casino y a la gente le iba la marcha de la distinción social, las cosas como son…

Y así era, dentro de las posibilidades que el pueblo ofrecía, el casino conseguía ser visto por la parroquia que lo frecuentaba como un símbolo de pertenencia a la élite local, dentro, claro, de las modestas diferencias en escala social del pueblo. Esa cuota de 25 pesetas que costaba ser socio eran pagadas con gusto por una clientela que se veía a sí misma un escaloncito -o dos- por encima del resto. Mientras Andrés explica estos detalles, llega por detrás un figurín enchaquetado de verde y engominado que se le acerca y le pregunta: - Buenos días, ¿don Andrés Martínez? - Sí, sí, buenos días -balbucea Andrés… Y usted es… - Manuel -responde el agente inmobiliario, rápidamente ajustándose la corbata y pasándose las carpetas de una mano a la otra para poder extender la mano derecha. - Espinar, sí sí, - responde Andrés cuando inopinadamente y justo por su lado pasa una moto a escape libre. Todo el intercambio de presentaciones se suspende hasta que desaparece el estruendo que retumba en la calle entera. Todos arrugan la cara y fruncen el ceño, un gesto que les salva de decir en voz alta algo como “los muertos del capullo de la moto”, exabrupto que uno se reprime ante desconocidos, no sea que el capullo sea un amigo o familiar de uno de los presentes. De hecho, ese era el caso, y Manuel Espinar levanta el brazo y grita “¡eeeh Bienve!” - Es Bienvenido - explica Espinar a la pareja. - Ella es Leticia, mi novia - dice Andrés. Las presentaciones tienen lugar en la esquina del edificio, donde el viento arrecia. Los ecos del trueno todavía reverberan y Manuel Espinar dice a viva voz “vamos a verlo por dentro y así nos quitamos de la corriente” a lo que la pareja accede de inmediato. De un manojo de llaves, el inmobiliario entresaca una con una etiqueta verde, como su corbata, con una leyenda que dice “Hotel Admiral, puerta de servicio” y prueba con la cerradura de la entrada principal, sin éxito. Andrés, que ha echado un ojo a la etiqueta, acude en su ayuda: - La puerta de servicio está en el callejón, a la vuelta de la esquina, Manuel. Lo pusieron así para que la carga y descarga no desluzca la entrada principal.

Manuel asiente (lleva pocos años en la inmobiliaria y está acostumbrado a enseñar, con aparente solvencia y familiaridad, casas en las que nunca ha estado) y se dirige ahora a donde le acaban de sugerir. Localiza una puerta de hierro con un cerrojo FAC donde, ahora sí, la llave entra, y aunque chirría, gira sin problemas. - Pasad vosotros primero -dice Manuel, sorprendido porque Andrés, al que se supone recién llegado del norte, hubiera estado al tanto del detalle de la puerta de servicio. Y se aparta a un lado para que pase la pareja. Leticia hace ademán de pasar primero pero su ánimo se arruga, agobiada por la oscuridad reinante y el tufo reconcentrado a humedad y abandono. - ¡Huy qué olor a cerrado! Lamenta ahora no haber peleado un poco más por quedarse en el coche. Andrés toma la iniciativa, empuja una segunda puerta sin cerradura, de esas con un muelle que las vuelve a la posición cerrada. La puerta da acceso a una estancia amplia, con algo más de luz en su interior, coge de la mano a Leticia y le dice: - Vamos, entra, que no te va a comer. Espinar, el último en entrar, empieza a leer en voz alta la documentación que trae en las carpetas, la típica retahíla descriptiva de las estancias, insistiendo en las dimensiones, la luz y las posibilidades de cada una de ellas: - Bueno, este sería el vestíbulo, con mucha luz, una vez que se abran las cortinas. Acompaña la intención con el gesto y abre las cortinas. El torrente de luz permite apreciar mejor el recinto. Prosigue: - Con cerca de 70 metros, aquí se puede hacer de todo, desde un recibidor con guardarropa hasta una pequeña oficina para el recepcionista, si es que deciden dejarlo como hotel …Desde luego, tal y como está ahora es un desperdicio. “Un desperdicio -piensa Andrés- un vestíbulo diseñado por Aníbal González…” Pero está cansado y somnoliento después de levantarse a las cuatro y media de la mañana y de haber conducido sin parar desde Salamanca hasta aquí. Por eso se ahorra el comentario y sigue pendiente de las explicaciones del de la corbata verde. La estancia que está describiendo ha cambiado mucho y no la reconoce, como si la viera por primera vez: está forrada de madera hasta el techo, los sofás y la mesa con los ceniceros han desaparecido. - … lo importante es que el potencial es mucho, incluyendo la opción de tirar un tabique y unirlo a la habitación contigua, que ya pertenece al Casino. De nuevo acompaña el discurso con el gesto y da unas fuertes palmadas en la pared como si fuera a echarla abajo en ese mismo momento.

La habitación contigua, piensa Andrés, era la sala de los periódicos. ¡La de veces que se sentó en los sillones de esa sala cuando no tenía nada que hacer! Era la más calentita de todo el edificio. Desde luego, de las pocas que tenían estufa encendida todo el día. Recordaba las paredes llenas de cuadros con paisajes diversos, muchos del pinar de Alcalá de Guadaíra, con la firma de Sánchez Perrier, otros con faenas de corridas de toros. Presidiendo la decoración, un soberbio cartel de cristal pintado con el retrato de un anciano con barba larga y un par de líneas: “Brandy 103, centenario”. Arte y publicidad dándose la mano.

Tres filas de sillones daban a la fachada principal, orientados hacia una gran ventana que daba a la calle peatonal. La cristalera, como comúnmente se llamaba, hacía las veces de televisión y lo que pasaba por la calle pasaba a formar parte de la programación que, en sesión continua, distraía a los habituales de la sala. Los transeúntes, los paseantes, el lechero, el de la barra de hielo, el ciego del cupón, el del Ocaso, el cartero, los niños jugando a la pelota, los perros montándose, etc. eran, sin saberlo, protagonistas involuntarios de lo que años más tarde sería el género reality.

No en vano, dos de los momentos de más revuelo ocurrían a las nueve de la mañana y a las siete de la tarde, cuando Pepita Florián, la auxiliar de farmacia de la botica de enfrente abría y cerraba la puerta metálica. En esos dos momentos del día se congregaban buena parte de los socios para no perderse detalle de las contorsiones y extensiones corporales de la admirada Pepita en su lucha diaria con una puerta que, para mayor regocijo del público, tenía tendencia a atascarse. La curiosidad solía llevar a algunos de los de fuera a mirar fijamente a la cristalera para, en justa reciprocidad, intentar ver qué se cocía dentro. Inútilmente, puesto que el cristal estaba diseñado para mirar en un solo sentido, como los que tienen en las comisarías. La cristalera proporcionaba momentos de hilaridad a los viejos, incluyendo a los que permanecían en estado catatónico. Cómodamente sentados, reían con los desesperados esfuerzos del despistado paseante que, por la vía de pegar la cara al cristal, ayudándose de un arco hecho con las manos para evitar reflejos, intenta infructuosamente que el cristal les devuelva otra cosa que no sea su propia imagen.

De no ser por este cristal especial, cualquier viandante que pasara por la fachada principal podría ver, como si en una pecera estuvieran, a un grupo indeterminado de ancianos trajeados en invierno y con camiseta de tirantas y sahariana en verano.

El rasgo más definitorio de este grupo era el poder asombroso de permanecer inmóviles (algunos en estado casi vegetativo) dedicando la mayor parte del día al voyeurismo más descarnado, sin mayor gesto facial que un parpadeo ocasional, lo justo para que un observador que pasase por allí los reivindicara vivos. Dentro de este último grupo había dos tipos: los independientes (que aunque no sin dificultad eran capaces de ir y venir solos e ir al servicio) y los catatónicos, que normalmente llevaban pañales: éstos eran traídos en silla de ruedas por algún familiar en algún momento de la mañana y recogidos un par horas más tarde por el mismo familiar que los llevaba de vuelta a casa. Como decía Emilia, la gobernanta: - ¡Éstos pobrecitos no dan que hacer ninguno! Andrés los recordaba con la mirada perdida y expresión de derrota, probablemente añorando los días en los que su vida era un constante ir y venir de afán en afán, tiempos en los que su presencia en los ritos y ocupaciones sociales era tan asumida, como sonada era su ausencia. El farmacéutico, el cabo de la policía local, el médico, el industrial, todos -casi todos- ocuparon por méritos propios su escaño en la jerarquía local, extendiendo su autoridad a su nicho incontestado de influencia.

Don José Antonio, el cabo Benjumea, don Alfredo, Morilla, o lo que es lo mismo, el boticario, el municipal, el médico y el dueño de la fábrica de puertas, no hablaban entre ellos y ni siquiera se sentaban juntos. La vejez privaba a muchos de ellos de la ilusión por vivir, y sólo les dejaba acritud y un cierto desdén mutuo, un regusto a misantropía que, lejos de dulcificarse con el tiempo, se avivaba en forma de desahogos y sarcasmos recíprocos.

Por contra, la llegada al casino de alguien no habitual, un nuevo empleado, el que traía el carbón, el nieto de un socio, el nuevo cuponero, etc. causaba el caos en la entropía grupal. Todos, menos los catatónicos de babilla en el mentón, se excitaban con la llegada de sangre nueva, disputando entre ellos por ganar la atención del nuevo y así colocarle historias. Si el recién llegado era, además, joven, la competición era feroz, sin reglas ni juego limpio. Historias truculentas del pasado, vicios ocultos, reales o imaginarios, obtenidos incluso de confidencias privadas, hazañas personales, incluidas proezas sexuales de juventud, etc., etc. Cualquier cosa valía con tal de contar una batallita y sentirse escuchados, admirados, considerados. - Con veinte años, ay quién los pillara, un servidor echaba tres polvos al día. Y tan fresco. Andrés, el de hace casi veinticinco años, escuchaba estas bravuconadas fingiendo no enterarse y evitando entrar en una conversación que, para regocijo del casanova de turno, le hacía ponerse colorado.

Don Amadeo era diferente. Se sentaba en la sala a leer La Voz de Alcalá y La Hoja del Lunes sin mezclarse en demasía con los otros socios, rara vez entrando al trapo de la discusión y desde luego, rara vez en el meollo privado de lo que pasa en la entrepierna. Para ello se escudaba en que la sala de los periódicos requería, mediante aviso en una placa dorada, “Silencio por favor”.

Además, don Amadeo era de los pocos que tenía estudios universitarios de Filosofía y Letras y Magisterio, aunque dejó de ejercer hace unos años. Como cosa excepcional, don Amadeo hablaba de toros con el abuelo Cipri, el de los pictolines, que era de su cuerda taurina, de la del Cordobés, claro. Por lo demás, el trato de don Amadeo era cordial e invitaba a la conversación inteligente. Todas las mañanas le pedía Andrés, ponme lo mío. Y allí iba Andrés con su bandeja, llevando el café, una copita de anís y un vaso de agua fría, que tomaba en ese riguroso orden. Luego, acercaba los pies a la estufa y se enfrascaba en la lectura.

A veces se quedaba traspuesto, saboreando el calorcito de la… - Andrés, Andrés, estás tiritando, ¡Andrés! ¿Quieres que te eche la chaqueta por encima, te la echo? Leticia lo saca de su deriva ensoñadora y Andrés, como el que aterriza después de un viaje en el tiempo, dice: - Echaba tres polvos al día, decía el muy fantasma. El inmobiliario, con gesto extrañado, interrumpe el relato de las calidades: - ¿Perdón? - Discúlpeme Manuel, es que se me ha ido el santo al cielo. Yo trabajaba aquí, empecé a principios de los setenta, como mozo, camarero o botones, y me he acordado de cosas que pasaban en esta sala hace veintipico años, cuando yo tenía catorce o quince, y ni sabía que las recordaba. Perdón otra vez. - ¿Qué hago entonces, queréis ver la propiedad por vuestra cuenta, os enseño las habitaciones? Aquí dice que las habitaciones están en muy buen estado, con sus muebles originales, cortinas, todo – Espinar, después de lo de los polvos, pasa al tuteo. - Huy, yo quiero ver las habitaciones, dice Leticia, a la que de repente le han venido unas ganas irrefrenables de hacer pipí. Es más, puedo ir sola. ¿Hay cuarto de baño en las habitaciones?

  • Ea, pues ve tú sola -Andrés se da cuenta de lo del pipí- Y sí, todas las

habitaciones tienen cuarto de baño. Manuel, ¿hay luz arriba en las habitaciones? - Sí claro -dice Manuel- hay luz. Ea, pues aprovecho para dejarles un momentito solos mientras hago un par de llamadas. Y sale por donde han entrado, no sin antes activar el interruptor general del cuadro de luces. Los fluorescentes parpadean y vuelven a la vida, inundando de luz el vestíbulo. Andrés se queda absorto mirando al techo mientras cascadas de fluorescentes se encienden por diversas estancias, como si de un reguero de pólvora se tratase. O como lo hacen esas colecciones inmensas de fichas de dominó que a veces ponen por la tele. Un almanaque colgado en la pared con la foto de un camión Avia y el texto “Mudanzas nacionales e internacionales. Se dan portes” y un poco más arriba “Calendario 1993 por cortesía de F. GIL STAUFFER”. La hoja en uso corresponde al mes de Octubre y está llena de anotaciones. La última dice “Porra de don Dionisio. Pagada. Cupón 857, reintegro de 5 ptas. Bote para la próxima” con un asterisco que la referencia al día 24.

Después, nada. Andrés, que acaba de indicarle a Leticia el camino hacia las escaleras, se queda solo. Decide en el último momento subir al último piso a comprobar el techo de las habitaciones del tercer piso cuando escucha a Leticia llamándole desde la primera planta. De camino al vestíbulo ve en las paredes alguna grieta aquí y allí, pero nada nuevo, las recuerda de toda la vida y no se han movido ni crecido, desde donde le alcanza la memoria al menos: mil novecientos setenta. El reloj de la Iglesia da el primer toque para la misa de las once: TANNNN Andrés retoma su ensoñación en el punto donde la dejó.