3. Andres

El turno de mañana del hotel-casino Admiral empieza justamente a las seis en punto con el encendido del vestíbulo, de la barra del bar y de la sala de los periódicos, que hasta ese momento han permanecido en penumbra. Poner en marcha la cascada de fluorescentes encendiéndose caprichosamente es la primera tarea del día y una que a Andrés le gusta hacer.

Cada mañana decide qué grupo de interruptores pondrá primero en funcionamiento, si los del bar, si los de la sala de lectura: los domingos y los días señalados (como hoy) los enciende todos a la vez. Hoy es 12 de enero y cumple quince años. También hace hoy un año de su primer día. Le toca pues hacer dos rutinas de encendido-apagado seguidas, una por cada efeméride. Dos cascadas de 36 pares de luz le dan al hotel una descarga de energía que se ve desde la cristalera y que no pasa desapercibida.

El administrador saca la cabeza por la ventanilla de la oficina y se queja: - ¡Andrés!, ¿qué pasa con las luces? - Perdone señor administrador. Es que hoy es mi cumple. - ¡Pero las has encendido dos veces! - ¡Es que hoy también hace un año que empecé! - ¡Ah, bueno!

Lo primero que tiene que hacer, después de las luces, es poner a calentar la máquina del café. Luego un salto a recepción y ver si hay avisos para despertar o partes de avería de la noche. Hoy hay dos, la 201 en la que gotea el lavabo, y la 203, donde la cisterna ha estado toda la noche perdiendo. Le sigue poner servicios de café en la barra en espera de que llegue la furgoneta con el reparto. Aparecen los primeros clientes: - ¡Niño, un cortado con media! - Momentito, que aún no ha llegado el pan, don Cipri. - ¡El reparto ya está aquí!

Andrés se multiplica: abre la puerta de servicio y recoge del repartidor una cesta con el pan, café y los periódicos. En un santiamén dispone estos últimos en forma de abanico en la mesa de la sala, corta media viena por la mitad, la pone en el tostador, pone leche en la lechera y abre a tope la válvula del vapor. La actividad frenética, el cambio rápido de una actividad a otra, de una máquina a otra, todo ello combinado con el estruendo del vapor calentando la leche, etc. transporta a los presentes al recuerdo de una fábrica en la era de la revolución industrial. La mañana, a ese ritmo, pasa volando. El administrador está encantado con Andrés, que acepta responsabilidades y tareas extra. Ni por asomo la actitud del mozo jubilado, Gaspar, quien, mano sobre mano, prefería no tener nada que hacer aunque se lo comiese el tedio. - ¡Cobro sin hacer nada, por aburrirme -solía decir- no hay empleo mejor! Después de los desayunos, y antes de los almuerzos, ambos administrador y Andrés, se encierran en la oficina donde el camarero-botones-mozo aprende a llevar la contabilidad. Tiene una vista de lince y repasa filas y columnas de números a lápiz a toda velocidad y sin necesidad siquiera de ayudarse con la punta de su índice. - Aquí está el fallo -dice Andrés – en la entrada del día doce aparece dos veces el importe 12,74 pesetas, una vez en el concepto de lavandería, y otra vez como artículos de limpieza. El administrador frunce el ceño, se ajusta las gafas de culo de botella, planta una regla en la fila 20 de la plantilla y la recorre con la mirada de izquierda a derecha. Efectivamente ahora repara en las dos cantidades iguales. Levanta los ojos del papel y mira al chico con gratitud y admiración: - Muy bien. Ya puedes pasarlo a boli. Boli negro, que no se te olvide. - De acuerdo señor Barreto – Andrés se ha metido al administrador en el bolsillo y es de los pocos que conocen su apellido, teniendo además permiso para usarlo cuando se dirija a él, siempre que no haya gente delante, claro está. - ¿A qué hora te pones con don Amadeo? - A eso de las cinco suele llegar, señor Barreto. - ¿Y qué hacéis, cuentas, dictados, geografía? - Hacemos, sobre todo, matemáticas. Es lo que más me cuesta. El resto, casi casi que lo estudio yo por mi cuenta.

  • ¿Sagasta, sabes quién fue Sagasta?

  • Claro que sí, señor Barreto – y Andrés le da pelos y señales de Sagasta al

administrador.

A cambio de la ayuda con la contabilidad, el administrador le deja un rato por la tarde sin tarea asignada para que don Amadeo, que se ofreció de manera desinteresada, le ayude a sacar el bachiller superior por libre. Todas las tardes le dedica una o dos horas, a veces entremetiendo las tareas a medida que estas van surgiendo. - don Amadeo, que ha llegado un cliente al mostrador… - Acude, Andrés, acude a lo tuyo y no te apures. Andrés tiene sus preferencias: matemáticas y dibujo. Lo que no deja de ser un contradiós, siendo como son las que más difícilmente comprende y a las que más tiempo dedica en razón de su complejidad. Pero es que, a diferencia de lo que les ocurre a muchos estudiantes que lo son a tiempo completo, Andrés se entusiasma, ve cómo los abstractos conceptos matemáticos que los libros le muestran tienen correlato real y, en muchos casos, son de aplicación inmediata en el mundo que le rodea. Lo que para otros pasa desapercibido, por ser pura teoría formal y recreativa, constituye para él una fuente de admiración, un campo infinito de posibilidades, unidades de medida que le ayudan en su empeño juvenil de categorizar el universo todo: una ecuación, una regla de tres, los rudimentos de la estadística, son un filón para el desempeño de su trabajo diario, como bien sabe apreciar el señor Administrador:

  • Andrés, si pudieras echarme una mano con el cierre de Febrero…

  • Ahora mismo señor Barreto.

Sin embargo las tradicionales de filosofía y letras, es decir el trío de historia, lengua y literatura son las asignaturas que menos despiertan su interés, a pesar de que, en la mayoría de los casos, una simple lectura atenta de la lección baste y sobre para que Andrés retenga buena parte del hecho histórico (fechas incluidas), explicación gramatical, o detalles del argumento que ese día traiga entre manos. Francés y latín, en la línea que antes se enseñaba, pertenecen a una misma esfera de conocimientos: la de las lenguas muertas, apenas indistinguibles una de la otra, por más que alguna vez, de higos a brevas, acierte a pasar por el hotel algún huésped del país vecino que le permite constatar la principal diferencia entre ambas:

  • Ça va bien Monsieur Délahousse? Bonjour, c’est toujours un plaisir de vous

accueillir à l’hôtel! Su mentor pone todo su empeño para que ese mismo entusiasmo por las ciencias se extienda también a las zonas de la ficción literaria, hasta ahora en desuso por desconocimiento. Con este fin, Andrés se deja aconsejar por don Amadeo y hace uso de la pequeña aunque surtida biblioteca del casino.

  • A ver, cada libro tiene su momento, su hora y su estado de ánimo. No fuerces su

lectura y concédele un margen de una docena de páginas por lo menos. Pero no más, tampoco. A veces pasa que la lectura y disfrute de un libro en particular requiere ayuda en forma de notas a pie de página. De ahí la importancia de elegir una buena edición a cargo de un estudioso de la obra. don Amadeo saca de su maletín un ejemplar de El Quijote, en edición de Juan Bautista Avalle Arce, y pide a su pupilo que lo coja y sopese, que lea unas cuantas líneas dispersas de aquí y de allí, salte de un capítulo a otro, de una parte a otra, etc. y por último, que eche un vistazo a sus anotaciones. - Estás hollando terreno sagrado, Andrés. No todos los días se conoce una joya literaria de esa magnitud e intensidad. - Pues a mí me echa para atrás esa forma rimbombante de expresarse. Nadie habla así hoy en día. Esa grandilocuencia, esos circunloquios, parece cómico… - Pues todas esas apreciaciones tuyas son tan ciertas hoy como lo fueron en su época y déjame que te diga: en su gran mayoría, son intencionadas. A don Amadeo, mitad en serio mitad en broma, se le ocurre hacer una pantomima en la que expresa sus propias ideas actuales, pero sirviéndose del estilo del Quijote y de la época. De este modo, se pone en pie, muy en su papel, y asegurándose que la puerta de la sala de lectura está cerrada y que dentro no hay nadie, salvo los catatónicos. Le toma unos segundos ponerse serio y entrar en el papel. Después de dos intentos fallidos (la risa) empieza a representar su soliloquio improvisado: - ¡Oh, Andrés! Este consejo te doy: que no acometas la lectura del Quijote, obra cumbre y sin par en todo el orbe literario, sin antes haberle hincado el diente a, por ejemplo, las batallas del Mío Cid, o a ciertas novelitas que germinaron en su estela [aparte] Bueno, también vale ese tebeo que veías el otro día…el que estaba en la mesita de las revistas… - ¿Astérix? - El otro, vive Dios. - ¿don Talarico? - ¡Justo! Acostúmbrate pues, oh Andrés, a su elaborada prosa, a sus razones, giros y sentencias, que de todos ellos destila sabiduría. Porque esa es otra: no hay cumbres más altas o más bajas, en lo que concierne a la buena literatura. Basta con que la historia sea entretenida, que el lenguaje no sea vulgar, que fluyan las emociones y, esto jamás lo olvides, que de ella se obtenga alguna enseñanza que al concluir la jornada nos haga más sabios, basta todo eso -digo- para estar ante una obra literaria de mucha faena y respeto. No olvides, Andrés, que el ingenio y la creación, ni conocen límite, ni tienen intención de lo conocer, pero huelga decir que sí tienen fecha y lugar, la del momento histórico y la tierra donde se crearon. Y esto último condiciona el paño, las tijeras, las agujas y las hilos del tejido, vale decir los vocablos y la forma en que éstos son efectivamente dispuestos . Que no otra cosa es la gramática, verdadero auxilio de los que dan en transitar por el proceloso mar de la poiesis aristotélica, vulgo, creación.

Con estas y otras razones, Andrés y Amadeo no sólo no perdían el juicio, sino que además echaban un buen rato. Y por encima de todo se cubría el empeño de poner la semilla del interés por el Quijote y por otras obras maestras de similar calibre. - ¿Y cuáles son esas obras maestras, don Amadeo? - Eso puede variar, recuerda todo lo que te he dicho anteriormente. Pero no creo que suscite mucha controversia señalar, entre unas pocas, dos obras coetáneas como el referido Quijote y El Rey Lear. - ¿Cuál es más fácil de leer? - Ambas requieren de un cierto bagaje cultural previo, pero sobre todo, es experiencia vital lo que demandan: haber recorrido y vivido mucho. Están hechas con un patrón de persona mayor muy instruida y con una fábrica de cierto deterioro mental. - ¿Por cuál de las dos empiezo entonces? - Por ninguna, de momento. don Amadeo vuelve a los estantes y busca, recorriendo con el índice los lomos encuadernados de la colección “Clásicos Juveniles imprescindibles de Plaza y Janés”. El dedo se detiene tres veces. Se lo piensa un poco y al final murmura: - ¡Los tres! - A ver… Las aventuras de Tom Sawyer…, Miguel Strogoff… y … La Isla del Tesoro.Copy-Past Pág. 24 - Empieza por esta última. Conforme las vayas leyendo, me redactas y me describes el momento que más te ha emocionado de la lectura de cada una de ellas. - don Amadeo … - Dime. - ¿De qué trata Rey Lear? - Va de… un viejo rey loco y malhumorado, al que sus hijas… vuelven aún más loco. El rey es desconfiado y colérico, tiene unos prontos…

Estos días, don Amadeo disfruta como maestro lo que no ha disfrutado nunca. Ver los progresos de su pupilo le hace sentir reconciliado con su verdadera vocación. Por este motivo, entre su ocupación como maestro de Andrés, que lo hace feliz y la otra, que paga sus facturas, don Amadeo levanta una muralla china, destinada a proteger la integridad y pureza de la primera.

Una de las satisfacciones experimentadas por don Amadeo se produce cada vez que ve en Andrés indicios inequívocos de querer volar solo. De un tiempo a esta parte observa cómo este elige cuidadosamente sus expresiones y se da a sí mismo cierto aire de sofisticación. Pero lo que más valora don Amadeo es verlo disentir de cualquier observación que el maestro asume incontestable. Como aquel día hablando de Miguel Strogoff:

  • Don Amadeo, para mí es evidente que el momento que más emociones me causa

no es cuando le pasan el sable al rojo por las pupilas, sino cuando Iván Ogareff descubre, en plena pelea a muerte con cuchillos, que Miguel no está ciego. Don Amadeo se estremece al recordar ese pasaje y piensa: ¡Bendita disidencia! El resto de lecturas las acabó ese mismo verano del 71, aprovechando que los domingos por la tarde la sala de los periódicos está vacía o casi. Tan sólo el reclamo de los ventiladores de techo hace que algún despistado acuda a echar la tarde al casino. De este modo, son muchos los que prefieren quedarse en sus casas en lugar de estar sentados mirando a través de la cristalera sabiendo que, a las cinco de la tarde, es una ventana implacable al sol.

Para los que trabajan allí, la ausencia de socios es una oportunidad de hacer limpieza y poner en orden cosas que se van descuidando en el día a día. En la práctica es tiempo para leer algún periódico atrasado o, simplemente, para el descanso personal. Son las cuatro y media de la tarde y sin más nada urgente que hacer, tras dos horas al frente del mostrador, gestionando entradas y salidas del hotel.

Andrés se dispone a sentarse discretamente en la sala de lecturas para disfrutar de la comodidad de sus sillones. Se inclina por uno de los de primera fila, pero no acaba de sentarse cuando Emilia, la gobernanta, se asoma a la sala y hace un gesto para que salga. Andrés se incorpora, sale y deja suavemente encajada la puerta tras de sí. Emilia le ofrece una sonrisa cómplice y una bandeja con café y galletas. - ¿Dónde te vas a sentar a tomártelo?- pregunta en voz baja. - Aquí, en la mesa de los ceniceros. - ¿Muchos viejos? - Ninguno. Supongo que, de un momento a otro, don Patri. - Don Patri, lo dudo: hoy hay fútbol. Venga, tómate el café. Luego vengo a recoger las cosas. - Gracias Emilia. De vuelta al sillón de la primera fila de la sala, se toma el café mientras observa, con detenimiento, a través de la cristalera. Delante de sus ojos pasa un inacabable torrente de jóvenes, como él mismo, bien solos, bien en grupos de diez o doce, todos aficionados que van de camino al campo de fútbol al otro lado del pueblo. El jaleo y alboroto que forman se queda detrás de los cristales. Andrés, durante un buen rato, los observa, gesticulando y agarrándose por el cuello y los hombros, agitando los banderines de su equipo y riéndose sin parar. Por un instante se siente un extraño. Un extranjero. Se dispone a leer otro de los libros que don Amadeo le recomendó. “Lo que voy a contar sucedió hace tiempo, cuando mi padre aún estaba al frente de la posada del almirante Benbow, pero me acuerdo como si hubiera ocurrido ayer. El viejo bucanero llegó a nuestra puerta con su baúl de marino cargado en una carretilla. Era un hombre grande y fuerte, con la piel tostada, del color de la nuez; una coleta oscura caía sobre la espalda de su mugrienta casaca azul…” Un par de horas más tarde, Andrés cambia la comodidad del sillón por la rigidez de una silla, en la que se sienta a horcajadas. Demasiado joven para estar confortablemente sentado por tanto tiempo, alguna cabezada habrá dado sin duda porque la taza de café no está ya. Aunque queda mucha tarde aún, las luces y las sombras de la calle han cambiado. Empiezan a pasar de vuelta los aficionados, ahora casi siempre solos y cabizbajos. Los observa por un buen rato antes de volver a la comodidad del sillón y retomar la lectura en el punto donde la dejó.

“Sería la una y media cuando los dos botes fueron a tierra desde la Hispaniola. El Squire, el capitán y yo estábamos en la cámara discutiendo el asunto. Si hubiera habido un soplo de viento, hubiésemos caído sobre los seis amotinados que habían quedado con nosotros a bordo, cortado la amarra y a la mar. Pero nos faltaba el viento, y para completar nuestra cuita bajó Hunter con la noticia de que Jim Hawkins se había metido en un bote y se había ido a tierra con los demás.·

Otro par de horas más y Andrés da por finiquitada la lectura. En el dorso de una cuartilla escribe quince o veinte líneas y las mete, junto a otras cuartillas, en un sobre ya usado mil veces y donde puede leerse, escrito a bolígrafo: “A la atención de don Amadeo Rubianes”. Las últimas dos horas del turno de tarde las dedica a ver que todo esté en orden, a cerrar las cuentas del día y a charlar cinco minutos con Crisanto, su compañero del turno de noche.

A la mañana siguiente, don Amadeo da los buenos días, se dirige a la sala de los periódicos, localiza el sobre, lo abre y empieza a leer la cuartilla: “La parte que más me ha emocionado de La Isla del Tesoro ha sido…” Continúa leyendo hasta terminar con las líneas que faltan. Levanta los ojos y mira al frente. Por un momento, todo lo que tiene ante sí le aparece borroso y así permanece hasta que se pasa el dorso de la mano por los ojos. - ¡Bendita disidencia!